viernes, 28 de septiembre de 2012

De visita por Toledo



Las ciudades nunca son como las imaginamos. En el caso de Toledo, la realidad supera con creces cualquier anhelo anterior,  cualquier sueño que alguien pudiera tener sobre una ciudad parecida. Al entrar en la ciudad cruzando el Puente de Alcántara tenemos la sensación de que penetramos en medio de la Historia, en medio de España. Pronto a tu evocación despierta el alma y el dilema del mundo, y la vida se torna tensa y trascendente en sus decisiones y en sus actos. El alma se libera y da paso a una nueva realidad. Te sientes embriagado del perfume que exhalan sus jardines, de las maravillosas vistas que ofrecen sus miradores, y, mirando el recorrido del Tajo, te embarga una secreta felicidad.

      El día nos descubre sus museos, sus paseos, sus barrios típicos de callejones estrechos y sinuosos, y casas tan altas que nos roban el sol. Ciudad mística, austera, agrupada en torno a su Catedral gótica, de casas humildes con puertas antiguas y de palacios y torres de arquitectura árabe que le dan a la ciudad una atmósfera medieval, tejados rojizos y ventanas veladas por visillos y cortinas. Cuando uno se mete en la ciudad le embarga una cierta sensación de grandeza. Porque Toledo es todo un monumento, un conjunto recio y bien cimentado. Al viajero le sorprende desde la perspectiva que ofrece cualquier otro lugar de Castilla-La Mancha.
 
Pero Toledo tiene mucho más. Nos paramos a mirarla desde el parador o desde lo alto de los Cigarrales y nos parece verla elevarse atraída por un cielo limpísimo que extiende sobre ella su eternidad. Alrededor, roquedas duras y grises, calcadas de un icono bizantino, y entre ambas, una lengua de plata que canta, el Tajo, el río que fija el carácter y la personalidad de la ciudad.
    
En ninguna otra parte ha engendrado la soledad de Castilla tanta espiritualidad como en esta paz que nos ofrece Toledo, sus calles, sus plazas porticadas de diferentes estilos, sus murallas...  Y todo tranquilo, en silencio, porque el tiempo aquí casi se ha quedado quieto. A lo lejos se escuchan los pasos de grupos de turistas que inundan con su presencia el sentimiento de lo infinito que guarda la ciudad y las almas de los que allí vivieron alguna vez lanzan gemidos al ser despertados. Dice una antigua leyenda que “Cuando Dios hizo el sol, lo puso sobre Toledo, de quien Adán fue su primer rey”. Esa exaltación adánica hacia lo divino aún perdura en Toledo. Desde San Juan de los Reyes hasta el glorioso Alcázar de gestas heroicas, pasando por la Catedral, uno siente que su cielo permanece sumergido en la penumbra. Un cielo poblado de ángeles, como los que vio el Greco sosteniendo los pies de la Virgen.
Luego te acercas a las calles que bullen de gente y en las que los bares han sacado las mesillas a cualquier recoveco próximo para ofrecer merecido descanso a los fatigados caminantes. Porque eso sí, Toledo es una ciudad de empinadas cuestas, de caminantes eternos sentados en poyos de piedra. Luego, a la hora pasada del mediodía, los aromas que desprenden los hornos de asar despiertan el apetito, como señalando el momento mágico de reponer fuerzas. En Toledo se puede comer mejor que en cualquiera otra parte del mundo.
    
La tarde señala el momento de regreso a otro lugar. Abandonamos la ciudad por la Puerta de Bisagra y, a  poco más de un centenar de metros, uno se siente como perdido en un paraje lleno de sol y solitario en el que su espíritu vaga errante y disperso. La magia de Toledo desaparece, pero deja dentro de sí un poso de misticismo que invita de nuevo a regresar.

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