Las ciudades nunca son como las imaginamos.
En el caso de Toledo, la realidad supera con creces cualquier anhelo
anterior, cualquier sueño que alguien
pudiera tener sobre una ciudad parecida. Al entrar en la ciudad cruzando el
Puente de Alcántara tenemos la sensación de que penetramos en medio de la Historia, en medio
de España. Pronto a tu evocación despierta el alma y el dilema del mundo, y la
vida se torna tensa y trascendente en sus decisiones y en sus actos. El alma se
libera y da paso a una nueva realidad. Te sientes embriagado del perfume que
exhalan sus jardines, de las maravillosas vistas que ofrecen sus miradores, y,
mirando el recorrido del Tajo, te embarga una secreta felicidad.
El día nos descubre sus museos, sus
paseos, sus barrios típicos de callejones estrechos y sinuosos, y casas tan
altas que nos roban el sol. Ciudad mística, austera, agrupada en torno a su
Catedral gótica, de casas humildes con puertas antiguas y de palacios y torres
de arquitectura árabe que le dan a la ciudad una atmósfera medieval, tejados
rojizos y ventanas veladas por visillos y cortinas. Cuando uno se mete en la
ciudad le embarga una cierta sensación de grandeza. Porque Toledo es todo un
monumento, un conjunto recio y bien cimentado. Al viajero le sorprende desde la
perspectiva que ofrece cualquier otro lugar de Castilla-La Mancha.
Pero Toledo
tiene mucho más. Nos paramos a mirarla desde el parador o desde lo alto de los
Cigarrales y nos parece verla elevarse atraída por un cielo limpísimo que
extiende sobre ella su eternidad. Alrededor, roquedas duras y grises, calcadas
de un icono bizantino, y entre ambas, una lengua de plata que canta, el Tajo,
el río que fija el carácter y la personalidad de la ciudad.
En ninguna
otra parte ha engendrado la soledad de Castilla tanta espiritualidad como en
esta paz que nos ofrece Toledo, sus calles, sus plazas porticadas de diferentes
estilos, sus murallas... Y todo
tranquilo, en silencio, porque el tiempo aquí casi se ha quedado quieto. A lo
lejos se escuchan los pasos de grupos de turistas que inundan con su presencia
el sentimiento de lo infinito que guarda la ciudad y las almas de los que allí
vivieron alguna vez lanzan gemidos al ser despertados. Dice una antigua leyenda
que “Cuando Dios hizo el sol, lo puso
sobre Toledo, de quien Adán fue su primer rey”. Esa exaltación adánica
hacia lo divino aún perdura en Toledo. Desde San Juan de los Reyes hasta el
glorioso Alcázar de gestas heroicas, pasando por la Catedral, uno siente
que su cielo permanece sumergido en la penumbra. Un cielo poblado de ángeles,
como los que vio el Greco sosteniendo los pies de la Virgen.
Luego te
acercas a las calles que bullen de gente y en las que los bares han sacado las
mesillas a cualquier recoveco próximo para ofrecer merecido descanso a los
fatigados caminantes. Porque eso sí, Toledo es una ciudad de empinadas cuestas,
de caminantes eternos sentados en poyos de piedra. Luego, a la hora pasada del
mediodía, los aromas que desprenden los hornos de asar despiertan el apetito,
como señalando el momento mágico de reponer fuerzas. En Toledo se puede comer
mejor que en cualquiera otra parte del mundo.
La tarde
señala el momento de regreso a otro lugar. Abandonamos la ciudad por la Puerta de Bisagra y, a poco más de un centenar de metros, uno se
siente como perdido en un paraje lleno de sol y solitario en el que su espíritu
vaga errante y disperso. La magia de Toledo desaparece, pero deja dentro de sí
un poso de misticismo que invita de nuevo a regresar.